Quién no tiene en su memoria una imagen en la que aparezcan cabezas cortadas, intestinos y otro órganos vitales, expuestos de forma ordenada, formando un mosaico de colores escarlata, salpicados por letreros en los que más que el nombre, se indica el precio de aquellos productos.
Si bien el inicio de la descripción pudiera sugerir alguna escena de carnicería durante una angustiosa sesión de cine, o por qué no, un portada amarillista de algún periódico en busca de un pico de ventas, nada más lejos de la realidad que se pretende describir.
La casquería, que si bien puede tener mala fama, rechazo entre vegetarianos e incluso aversión entre los carnívoros, no es más que una opción culinaria sabrosa y nutritiva. Tal vez, en ocasiones ha sido objeto de extrapolaciones metafóricas en otros campos, dotándola de una fama desmerecida.
Quizá la pérdida de contacto con nuestros orígenes culinarios, la ignorancia de los ingredientes, haya provocado parte de este rechazo, de ese no conocer y por tanto de un imposible re-conocer.
Hasta puede que haya influido la gran variedad gastronómica actual, la falta de necesidad o ese hambre que no es hambre, porque 'hambre que espera comer no es hambre', como diría mi abuelo.
No me imagino a un niño madrileño rechazando, en época de posguerra, un cucurucho de entresijos comprados en un puesto callejero; ni a una persona gallega ver fuera de lo normal la cacheira (cabeza de cerdo abierta, curada y salada) mostrada en mitad de la mesa entre los demás componentes del cocido; ni a cualquier español medio rechazar una morcilla por mucho que sepa que su ingrediente principal es sangre.
Un contexto que nos lleva a retirar una amplia variedad de platos y productos: callos (a la gallega con garbanzos, o a la madrileña sin ellos, entre otras variedades), lengua estofada, cacheira, zarajos, entresijos y gallinejas, oreja, criadillas, menudillos (vísceras de ave), riñones, cabezas de cordero, hígado, morcilla, embutidos varios...
Por supuesto, los sabores, las texturas y los aromas también determinan las decisiones culinarias de cada cual, pero si se ignoran esas nuevas texturas, esas nuevas sensaciones organolépticas, será difícil educar a nuestro paladar.
La casquería está denostada por su visión, por una falta de contacto, por sus sabores, por ignorancia de nuestra cultura gastronómica, pero ello parece que nos lleva a buscar ese mismo contenido de vísceras en otras esferas. Rechazamos las entrañas en nuestros platos, pero nos encanta verlas destripadas en nuestras pantallas, sobre todo cuando son de los demás, más, incluso, cuando son de vecinos muy lejanos. La casquería ajena nos encanta (y no la culinaria precisamente). Y si es salpimentada con lágrimas y amenizada con un hilo musical deprimente, la digestión parece que se realiza mejor.
Dejamos vacía la casquería del mercado para llenar las pantallas con casquería televisiva.
Hay todo un mundo en la casquería: nutricional, cultural, histórico y gastronómico. No lo dejemos en la ignorancia. De ser así, profundicemos más en el conocimiento de las frutas y verduras, las carnes, los cereales, los pescados, pero no busquemos casquería más allá del mercado, de la cocina, de la mesa.
La casquería sólo debería cocinarse en el ámbito gastronómico.
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