Hay olores que alimentan, pero otros pueden llegar a matarte.
No ocupa el caso olores desagradables, causantes de arcadas como el de la putrefacción, sino aquellos que se desprenden de un cubierto, de una vianda, de un alimento.
Tampoco es el turno de los olores rancios de la grasa en suspensión impregnados en la ropa; o del regusto a cebolla macerada que se instala en la pituitaria durante horas eternas, tras pasar por la salida de humos de ciertos restaurantes.
Hay un olor que bien puede doblar el efecto mortal de todos estos olores. Un olor más desagradable, que si bien empieza alimentando los sentidos, acaba por minar la moral y hacer estremecer en mil rugidos al estómago más preparado.
Un aroma tentador, vil, traidor. Un aroma que juguetea con el olfato, activa las glándulas salibales, conecta cual droga a tu imaginación y que, tras provocar el estallido de tus jugos gástricos, te devuelve mediante una bofetada a la realidad mediante el sentido de la vista. En un segundo, traduce tus percepciones sensoriales en insípidas, incoloras e inoloras. Así, cual jarro de agua fría, cae sobre tu mente para mostrar su origen. Un origen que explica lo mortal y decepcionante de dicho aroma: el olor a comida en casa del vecino. El aroma de los fogones a pleno rendimiento en una cocina que no es la tuya, en una cocina extraña, inaccesible.
Un aroma tentador, vil, traidor. Un aroma que juguetea con el olfato, activa las glándulas salibales, conecta cual droga a tu imaginación y que, tras provocar el estallido de tus jugos gástricos, te devuelve mediante una bofetada a la realidad mediante el sentido de la vista. En un segundo, traduce tus percepciones sensoriales en insípidas, incoloras e inoloras. Así, cual jarro de agua fría, cae sobre tu mente para mostrar su origen. Un origen que explica lo mortal y decepcionante de dicho aroma: el olor a comida en casa del vecino. El aroma de los fogones a pleno rendimiento en una cocina que no es la tuya, en una cocina extraña, inaccesible.
Un aroma percibido al entrar en el rellano, a la puerta de casa, tras un día de ausencia, tras horas de soledad estomacal, sabiendo que hay alguien esperándote en casa. Los sentidos se han revolucionado, preparando el cuerpo para recibirlo. Pero tras el festival de imaginación y las percepciones casi sinestésicas provocadas por el hambre, abres la puerta y confirmas con terror que ese olor suculento no se estaba cocinando en tu casa, sino en la del vecino.
En un último acto de fe, te encaminas hacia la cocina, mas con desazón compruebas que no sólo no hay nada en preparación, sino que tus sentidos ahora están comatosos. Solo puedes percibir un vacío en el estómago, así como la decepcionante imagen de una cocina desierta.
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